06 mayo 2015

30-04-15 Vaticano y Trastévere.


Bien temprano por la mañana, para evitar colas, cogemos el metro en Barberini hasta Ottaviano, la parada para el Vaticano. Llegamos a la plaza de San Pedro alrededor de las 8:15, y nos alegramos de haber venido tan pronto porque aunque a nosotros nos toca sólo hacer 10 minutos de cola, ésta no para de crecer por momentos. 



La cola se sitúa en la columnata del lado derecho de la plaza. Nada más entrar nos dirigimos a la cúpula y ahí, previendo el duro día que nos esperaba, nos hacemos los vagos y optamos por subir en ascensor (7€). No obstante, como bien habíamos leído, el tramo final, que es el que nos toca realizar a pie sí o sí (300 no sé cuantos escalones)  es el más estrecho e incómodo porque la pared  tiene la forma abovedada de la cúpula. 




Pero una vez que salimos a la parte superior y contemplamos las vistas vemos que el esfuerzo ha merecido la pena, así que sacamos la típica foto de la plaza desde arriba y damos un par de vueltas tranquilamente antes de iniciar el descenso. 


Luego, en la terraza que hay según bajamos, paramos en la tienda de souvenirs a comprar algún regalo para la familia, ya que habíamos leído y verificamos más tarde, que los recuerdos están más caros en las tiendas de fuera que en el propio Vaticano. 


Y ya, por fin, entramos en la basílica. Sus dimensiones impresionan. Lo primero, nos dirigimos a ver la Pietá, atiborrada de gente, pero el movimiento de los grupos es muy dinámico, por lo que enseguida se despeja y podemos disfrutar de esta obra maestra, que a Adela le encantó y emocionó. 

La capilla siguiente contiene la tumba de Juan Pablo II, y frente a ella había varias personas rezando arrodilladas. Deambulamos por la basílica tranquilamente, deteniéndonos frente a las cosas que nos llamaban la atención, como la estatua de San Pedro. 



Cuando ya decidimos que habíamos tenido bastante, salimos a la plaza, no sin antes echar un último vistazo a la Pietá. 

Serían alrededor de las once. En la plaza pudimos ver la enorme cola que se había formado, con el sol pegando bien, y agradecimos el madrugón. 


Teníamos la entrada para acceder a los Museos Vaticanos comprada ya por internet. Debíamos estar allí a las 11.30, así que todavía nos daba tiempo para un pequeño tentempié, que tomamos en una especie de galería comercial que hay en la misma plaza. Y menos mal, porque la visita a los museos se alargó más de lo previsto. La cola para entrar era enorme, y aunque es cierto que al comprarla por internet te cobran 4€ a mayores, merece la pena solamente por ahorrarte la cola, si además quieres ver cosas y vas justo de tiempo, como nosotros. Total, que entramos del tirón, enseñando la reserva imprimida a uno de los guardias de la entrada. Una vez en el interior esta reserva hay que canjearla por lo que es la entrada en sí. Estuve dudando de si coger audioguía o no, y finalmente me animé, y tengo que decir que nos mereció mucho la pena. Llevaba Adela de casualidad unos cascos en la mochila, y los enchufamos a la audioguía. Así pudimos escucharlo los dos. También nos dieron un plano, el cual he de decir que no vale para nada. Era más un croquis que otra cosa. 

En general me parecieron un poco caos los museos. No vi indicaciones claras, más que para la Capilla Sixtina. Parecía que querían dirigirte allí a toda costa. No hay un recorrido fijo marcado, y junto con el plano malo, me quedé con la sensación de que me quedaron cosas por ver. Había ratos en los que las riadas de gente casi te iban llevando, sin dejarte parar a ver las cosas. No obstante las obras “importantes” sí que las vimos. Así que entre pitos y flautas, salimos de los museos a las cuatro y media de la tarde, tras cinco horas de visita. 













Comí una pizza en un bar-cafetería-restaurante justo enfrente de la salida de los museos, sabiendo que sería un poco más caro que un sitio normal, pero a esas horas sin ganas de buscar algo más decente. Y he de decir que no estuvo mal. Ahí aprendí que en la cerveza de barril (espina) te clavan mientras que si la pides de botella no tanto. Una vez comido nos acercamos andando al Trastévere, haciendo una breve parada en el mirador del Gianicolo. Las vistas están bastante bien, y aunque para llegar hay una larga cuesta, ésta es bastante tendida y no se hace demasiado pesada. Lo bueno es que una vez que llegas arriba, luego todo es bajada (jejeje). 

De aquí nos acercamos a ver la Basílica de Santa María en Trastévere, en medio de una plaza llena de ambiente. Y aunque no era la mejor hora (serían sobre las seis y media) pudimos vislumbrar la vida que tendría el barrio solamente unas pocas horas más tarde.


Desde aquí yo quería cruzar el río por la isla Tiberina, pero me equivoqué de puente, y nos fuimos hasta el Pons Sublicius, edificado sobre el antiguo puente romano, y algo más alejado, así que nos tocó volver andado a lo largo de la orilla del río, un paseo bastante agradable, aunque a estas horas el día ya empezaba a pasar factura. Nos acercamos entonces a ver los templos de Portuno y de Hércules Victorioso, justo enfrente a la iglesia de Santa María in Cosmedin. Y luego, siguiendo esa misma calle, un poco más adelante, el teatro Marcelo. 




Aquí me llevé un poco de decepción, puesto que me pareció que encima del teatro había construido casas. Yo esperaba ver un teatro, no voy a decir como el de Mérida, y la verdad es que me desilusioné. Seguimos andando, andando, a la plaza de Venezia, a ver el monumento a Victor Manuel II, la columna Trajana, y como ya estábamos totalmente apalizados, decidimos volver al hotel a cenar, donde llegamos tras más de trece horas deambulando por calles y museos, y habíendonos sentado escasamente media hora a comer, y otro rato en la Basílica de Santa María in Trastévere. La vida del turista es muy dura.



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