El último día del viaje había
llegado, y como siempre había que aprovechar hasta el final. Bien temprano me
dirigí a la plaza de Tiananmen. Al llegar allí el dispositivo de seguridad
montado es espectacular, al contrario de el sistema de señalización, solamente
en chino. Estuve diez minutos en una cola hasta que alguien me dijo que esa era
solo para ir a la plaza, que si quería entrar en la Ciudad Prohibida tenía que
ir a otro sitio. En la nueva cola miraban a los chinos con lupa. A los tres
occidentales que éramos nos dijeron que pasáramos directamente. Nos pidieron el
pasaporte pero ni lo comprobaron ni nada.
Estuve un rato dando una vuelta a la plaza, perdido en esa inmensidad, hasta que ya me acerqué a la Ciudad Prohibida, atravesando un paso subterráneo. Allí cogí una audioguía que no me sirvió para mucho. Yo estaba extrañado, porque había atravesado ya tres patios y todavía no me había pedido la entrada. Y es que realmente no había llegado a entrar. Aquello es inmenso.
Fue deambulando por los distintos patios hasta llegar a la salida norte. Salí con sensación de estar desubicado, de las dimensiones de todo. Como si estuviera fuera de lugar.
Al salir me dirigí a la popularmente llamada colina del carbón (Parque Jingshan), desde donde se ven las vistas de la Ciudad Prohibida.
Una vez sacadas las fotos de rigor fui al parque BeiHai, que está justo al lado. Era cerca de la una. Este parque me gustó mucho y lo estuve recorriendo un buen rato.
Desde aquí me acerqué al templo de los Lamas, ya en metro. Me sorprendió un montón el fervor que mostraban en este templo, que yo pensaba que era más pequeño, pero es relativamente extenso.
Y ya, por último, el templo del Cielo.
Ahora sí, esto se había acabado. Después de descansar un par de horas en el hotel, coincidí con una pareja en la entrada del hotel, que por la pinta parecían españoles, que tenían las maletas recién embaladas, y les pregunté que si iban al aeropuerto y les importaba compartir transporte. Ellos, muy majos, no solo aceptaron, sino que me invitaron.