Hoy tocaba día de transición
hasta el lago Mburu, y por tanto, de nuevo, paliza de carretera. Nuestra
anfitriona nos había preguntado si la podíamos bajar a la ciudad de Kabale,
donde reside su familia, y como nos pillaba de paso, aceptamos aunque sabíamos
que eso nos retrasaría. Pero tampoco teníamos más plan que hacer.
Ir con Cyria de copiloto nos
daba garantía de que no nos íbamos a perder. Nos estuvo contando que la gente
de los pueblos que rodean Bwindi no quieren que les arreglen la carretera,
porque eso supondría mucho más tráfico de camiones y espantaría a los gorilas.
Así que la primera hora y media de carretera la pasamos dando botes como locos,
hasta que por fin salimos a otra que estaba asfaltada. En Kabale nos
entretuvimos más de lo pensado, porque Cyria nos invitó a ir a su casa y
conocer a sus hijos. Estuvimos un rato charlando con ellos. Y luego nos
acompañó a cambiar dinero. Me llamó la atención cómo de presente tienen a la
religión en sus vidas.
Por fin seguimos nuestro camino
hacia el lago, con la rutina que implica la carretera: cuidado con los badenes,
cuidado con los controles de policía, cuidado con cualquier cosa que se te
quiera cruzar, cuidado con todo en general…
En la localidad de Sanga
abandonamos la carretera asfaltada y tomamos un desvío hasta nuestro
alojamiento, el Hyena Hill Lodge. Google Maps no recoge este camino, pero sí
que existe. Aunque es cierto que lo estaban arreglando. Al igual que todas las
carreteras de Uganda, que da la impresión de que siempre están, todas y cada
una de ellas, de obras.
Para los últimos cien metros
antes de llegar, en los que dejas el camino principal para coger un camino de
cabras, hay que tener confianza en que el coche va a poder subir, porque desde
abajo parece demasiado en cuesta. Pero el Toyota se volvió a portar fenomenal.
Por fin, después de unas seis
horas, llegamos al destino. Una vez arriba las vistas eran estupendas (aunque a
Adela le parecieron desoladoras), pero soplaba el aire que daba gusto. Tanto
que resultaba bastante molesto. Aprovechamos para conectarnos un buen rato a la
wifi en el restaurante, mientras tomábamos una cerveza, en lo que se iba el
sol. Luego un rato en la cabaña a descansar, antes de cenar. Cuando quisimos
salir estaba jarreando. Menos mal que el restaurante estaba bien cerquita. Eso
sí, fue impresionante observar la tormenta de rayos sobre todo el valle por el
ventanal de la cabaña.
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