Por fin comenzábamos la ruta. Puntual a la hora, vinieron con el coche. Pero tuvimos que estar esperando un rato porque se le había olvidado traer los papeles que tenía que firmar. Al ver el coche me dio algo de bajón, porque estaba un poco machacado. Pensándolo fríamente, era lo normal. No me iban a dar un coche nuevo. Y luego la verdad es que se comportó como un jabato. Así que tras este pequeño retraso, nos despedimos de la gente del hostal, que tan bien nos había tratado, y nos pusimos en marcha. Pero todavía nos quedaban tareas pendientes antes de salir a la carretera. Pusimos de nuevo rumbo al Acacia Mall, primero a cambiar dinero, que con las compras de los regalos vimos que no nos quedaba demasiado. También teníamos que comprar comida. Y lo último, la tarjeta de datos para el teléfono. Todas estas cosas nos retrasaron bastante, y además, en la tienda de telefonía solamente me vendieron la tarjeta. Me atendieron bastante mal y no me la quisieron activar. Pero bueno, ya era hora de ponerse en marcha.
Con mucho miedo para no dar
ningún porrazo al coche nos lanzamos al caótico tráfico de Kampala. Aquello es
algo indescriptible. Da igual que tengas prioridad. Prevalece la ley del más
fuerte, o la ley de la selva. Las motos se meten por donde pueden, los camiones
cierran el paso, pick-up de la policía colándose… Ven el hueco donde tú crees
que es imposible. Y realmente existe. Los siguientes días ya me fui
acostumbrando, pero en estos primeros momentos estaba realmente tenso. Tardamos
más de una hora en salir de Kampala, un embotellamiento constante.
Por el retraso que llevábamos
dudé de si parar o no en el santuario de rinocerontes de Ziwa, pero finalmente
nos decidimos a parar. La entrada cuesta el “módico” precio de 50 dólares por
persona. Después de una breve charla de nuestro guía nos pusimos en marcha. Te
llevan algo menos de un km. en un jeep y se comienza a andar. Bueno, menos a
nosotros, que ya no les quedaban jeeps y nos tocó ir en nuestro coche. Al
principio no vimos nada, pero al cabo de un rato, tras hablar el guía con el
tracker por el walkie localizamos a una madre con su cría, tras los cuales iba
un enorme macho. Tuvimos un momento de susto, en el que nos tocó correr por la
foresta, cuando el macho hizo ademán de embestir contra nosotros. Luego nos
explicaron que no era realmente contra nosotros, sino que nos habíamos
interpuesto entre él y otro macho rival, que era al que realmente quería
ahuyentar. Sí, sí, pero el susto nos quedó en el cuerpo. Un poco más adelante
salieron a un terreno más abierto donde pudimos hacer fotos a placer.
Al cabo de una hora la actividad había terminado, y comenzaba el ritual de las pequeñas sangrías diarias, las propinas. Una para el tracker y otra para el guía. Te pide propina todo el mundo acostumbrado a tratar con turistas.
La carretera en estos tramos no
está mal del todo, pero hay que tener bastante cuidado con los famosos
potholes. La velocidad máxima creo que era de 90 km/h, pero te adelantan
auténticas tartanas, que piensas que te las encontrarás volcadas en la
siguiente curva.
Finalmente, sobre las seis de la tarde, ya casi de noche, y por un último tramo de camino de cabras, llegamos a nuestro alojamiento, el Fort Murchison. Nos dieron la última cabaña, la más alejada, algo que se convertiría en tradición. Y aunque la cena no la teníamos incluida, otra cosa que se convertiría en tradición fue el cenar cada noche en el propio campamento, sobre todo por no andar moviendo el coche después de la paliza del día.
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