Y llegó el gran día, quizá la actividad que más
tiempo llevaba esperando y sin duda la que motivó en gran medida la elección
del viaje. Luego hubo otras actividades que casi las disfrutamos más, pero en
esta estaba el origen del destino.
Nos tocó madrugar, para variar, ya que el centro de
buceo (aunque no sea propiamente un centro de buceo, porque no se bucea, lo voy
a llamar así) se encontraba a 40 km. del albergue, y nos dijeron que teníamos
que estar a las 7:15. Apurando llegamos a las 7:17, y cuando aparecemos nos
dicen que venga, que ya casi se van sin nosotros. Todo el mundo estaba ya con
el neopreno puesto, nos dieron unos sin mirar la talla, y me empecé a cabrear
un poquito de tanta prisa. Oye, nos habéis dicho que a las 7:15, hemos llegado
a la hora, qué culpa tengo yo… La chica, sí, lo siento, pero vamos. La cosa,
según el capitán, es que si no salíamos en cinco minutos, la marea estaría
demasiado baja como para que el barco pudiera salir. Según salía el barco del
puerto me iba vistiendo como podía. Espera a que el barco esté parado, que se
mueve menos, me decían… Sí, sí, a otro le vas a engañar con ese cuento. Que sí,
que se mueve menos, pero sin cadencia, y te mareas más. A todo esto, nos
habíamos tomado dos biodraminas cada uno, por lo que pudiera pasar, y lo cierto
es que bien nos hicieron efecto, o bien el mar estaba tan tranquilo que no nos
habían hecho falta. En la jaula entraban 5 personas, y éramos 18. Adela decidió
no meterse, no por miedo al animal, sino porque el agua estaba a 12º. Y se lo
pasó pipa viendo como preparaban la sopa-mejunje que servía para atraer al
bicho, como lanzaban el cebo y recogían, y sobre todo, viendo a los animales,
que como bien había leído en varios sitios, se ven mejor fuera del agua, que
dentro.
Así que me aguanté el ansia viva y me dediqué a
hacer fotos desde la cubierta superior mientras dos turnos entraban en la
jaula, pensando, con buen criterio, que una vez que estuviera mojado, ya no iba
a querer tocar la réflex por miedo a dañarla.
Y así se hizo la hora de entrar en la jaula. Nos
habían dado un traje húmedo, y yo llevaba debajo un chaleco de calor. Aun así el
agua estaba helada helada. Y la visibilidad no era muy allá. Así que cada vez
que se acercaba un animal nos decían: Down, down!! Yo intentaba hacer fotos,
pero entre lo lento que enfocaba la cámara y lo rápido que iban, fue tarea
imposible, así que cambié al video. No salió demasiado, pero algo salió.
Como fuimos el último turno nos dejaron repetir, así
que estuve en el agua más tiempo que el resto. Hasta que un tiburón enorme se
llevó el cebo entero y como ya la gente estaba cansada del frío enfilamos a
puerto.
Ahora viene el disgusto del viaje. Mientras me
duchaba en el centro de buceo había dejado las gafas de sol graduadas en el
lavabo. Y en los tres minutos que tardé en ducharme algún cabrón me las mangó.
Estuve preguntando a todo el mundo y los del centro de buceo me decían, sí, sí,
vamos a ver el vídeo que te vamos a intentar vender y luego las buscamos. Y yo,
con un cabreo del 15, porque sabía que no las había olvidado por ahí, sino que
me las habían chorizado, qué mierda de vídeo voy a ver sin las gafas. Vamos a
buscarlas. Como quien oye llover, ni caso me hicieron, solamente estaban a
vender el video.
Con toda la mala leche del mundo teníamos que
seguir, así que marchamos hacia el Cabo de las Agujas, el punto donde se juntan
el océano Atlántico y el Índico. Nos hicimos la foto de rigor, tras esperar a
que unos chinos se aburrieran de hacer posturas absurdas, y seguimos camino sin
más.
Ya solo nos quedaba llegar a Robertson, lo que
hicimos a través de un bonito camino vadeado de unos árboles en flor preciosos,
chulísimos. Resultaron ser jacarandas, y las pillamos en plena floración. Con
estas vistas tan bonitas se me pasó un poco el cabreo. Estoy seguro que fue
alguno que estuvo en el barco con nosotros, alguno que se pudo permitir pagar
los 85€ que valía la actividad y que por lo tanto no las necesitaba para nada.
Y graduadas, para que acabaran en la basura.
El alojamiento fue De Oude Opstal B&B,
prácticamente el alojamiento más caro del viaje (quitando los parques), y es
que fue lo único que encontramos en los alrededores. Pero el sitio mereció la
pena. El dueño era encantador, y nos dio un montón de consejos para el día siguiente
y además teníamos una pequeña piscina y un jardín precioso. Acabamos el día
cenando en una hamburguesería llamada Bourbon Street donde estaba todo
riquísimo.
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