Como
teníamos que estar a las siete y media en la estación de trenes nos tocó salir
pronto del hotel. Pese a haber estado el día anterior no supe calcular muy bien
la distancia, así que al final llegamos pillados de tiempo. La gente nos metía
prisa, pero el taquillero se lo tomaba con toda la calma del mundo. Nos pidió
los pasaportes para anotar nuestro nombre en el billete, lo que hizo con toda
la parsimonia, y cogimos dos asientos en preferente por el equivalente a un
euro. Además a Adela le había empezado a doler el estómago y tuvo que ir baño
antes de salir el tren. Al final nos tocó correr, pero todo el mundo se portó
fenomenal, indicando por dónde teníamos que ir. Incluso creo que el tren nos
esperó un par de minutos, ya que fue montar nosotros y arrancar.
Los
asientos de preferente tenían mullido, en cambio los locales eran bancos
corridos de madera, con una pinta de que se te clavaban en los huesos que pa
qué… A los diez minutos de salir nos paramos en mitad de la nada, no sabemos
muy bien a qué, pero luego continuamos la marcha. Tardamos unas dos horas en
recorrer los ochenta kilómetros que separan Yangon de Bago, con apenas un par
de paradas por el camino. El recorrido me pareció espectacular. Pudimos
disfrutar de unos paisajes chulísimos por lo que es la Birmania rural que hasta
ahora no habíamos visto. Adela, a pesar de que su dolor de estómago iba en
aumento, también disfrutó.
Cuando
llegamos a Bago, el plan era coger un taxi que nos acercara a los principales
monumentos, y en la misma estación ya tuvimos voluntarios. Pero el dolor de
estómago de Adela había ido en aumento, así que decidimos volvernos
directamente en taxi a Yangon. Por el precio de 40.000, que no quisimos ni
regatear, nos llevaron de vuelta. El camino nos llevó lo mismo que a la ida,
unas dos horas. Yo pensaba que el coche sería más rápido, pero no contaba con
el tráfico infernal de Yangon, que desde que entramos hasta el hotel tardamos
lo mismo que el día anterior desde el aeropuerto, una hora.
Mientras
Adela se quedaba en el hotel a reponerse yo me acerqué de nuevo al mercado de
Bogyoke, callejeando, a la oficina de correos que hay allí, para poder mandar
unas postales. Me costó bastante encontrarlo, pero gracias a la ayuda de un
cambista di con el sitio. La señora de correos fue también muy amable y
sonriente. Al contrario de lo que pudiera parecer las mayores muestras de amabilidad,
esas que caracterizan a los birmanos, las encontramos en Yangon. Parece que por
ser una gran capital la gente estaría algo más deshumanizada, iría más a su
rollo, pero al revés. Después de comer volví al hotel, a ver qué tal iba Adela.
El día se acabó aquí. Empezó a caer tal tromba de agua, que duró toda la tarde,
que hizo imposible salir. Además Adela no estaba para muchos trotes, estuvo
descansando todo el día. La cena en el hotel fue cara, pero tampoco tenía ganas
de salir con la que estaba cayendo. Ya solo nos quedaba nuestro último día en
Birmania.
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